viernes, 14 de abril de 2017

Diálogos de pasión II: Nadie podrá quitársela...

  
 Pedro, sosteniendo una espada, comienza a desenfundarla para, a medio camino, volver a envainarla. La gira, la observa, comienza a desenvainarla, la envaina, la deja en la mesa con manos temblorosas y la contempla… para volver a repetir el proceso, una y otra vez. El bucle se sucede indiferente al tiempo.


María lo observa silenciosa. Percibe su nerviosismo, su dolor y el abismo que lo alberga. El suyo es semejante, ambos afrontan la misma prueba, pero con historias distintas. Sin el Maestro, todos miran a Pedro y este se encuentra perdido en un mar de dudas.



Es él quien insistió en este encuentro, mas ahora es incapaz de mirarla y el estancado tiempo sigue su curso. Ella suspira y él rompa a hablar, como si esa fuera la señal que necesitaba para liberar el torrente que atenazan su corazón.

- Pedro: Lo siento, yo…
- María: No había nada que pudieras hacer.
- P: Podría haberle advertido de la inquietud de los sacerdotes.
- M: No te habría escuchado y él ya lo sabía.
- P: Podría haber detenido a Judas.
- M: Él le dejó ir, a sabiendas de lo que tramaba.
- P: Si no me hubiera dormido, si hubiésemos montado guardia…
- M: Él nunca se escondió, por mucho que lo intentaras no habrías logrado nada, salvo preocuparle aún más por ti.
- P: ¡Habría dado mi vida por él! Si tan solo no me hubiera detenido…
- M: ¿Qué has hecho, Pedro?

Pedro calla, su perdida mirada redescubre la espada y, tembloroso, estira su mano anhelando el contacto, temeroso de que sea real, pues significaría que no está viviendo una pesadilla.
María se adelanta y toma la fría hoja con sus encallecidas manos, manos gastadas de acariciar y servir. Sus ojos se encuentran y Pedro, avergonzado, retira la mano junto con su mirada. Ella suspira al tiempo que desenvaina la hoja.

- M: ¿De quién es la sangre? - pregunta con un hilo de voz.
- P: ¿Acaso importa?
- M: Pedro ¡mírame!

Su voz no admite réplica y Pedro, obediente, se pierde en sus ojos. Unos ojos enrojecidos por las lágrimas contenidas, enmarcados por los surcos de sonrisas que se antojan lejanas. Ojos profundos y compasivos, capaces de tocarte el corazón. Ojos que recuerdan a los del Maestro.

- P: ¡Le negué! Después de jurar que no lo abandonaría, le negué tres veces. – Exclama Pedro entre lágrimas, atrapado por esos ojos. – Es a mí a quien debieron llevarse, él podría haber escapado en la confusión, mientras yo empuñaba la espada…
- M: ¿Y dejar que un amigo se pierda?
- P: ¡Le van a matar! Si quieren sangre, mejor la mía que la suya.
- M: ¿No lo entiendes, Pedro? Si no te hubiese detenido ahora serías un muerto en vida. Pero la vida que él posee, la que te ofrece, esa nadie puede quitársela. Nadie puede matarle, es él quien se ofrece.


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